lunes, 26 de abril de 2010

Adán Buenosayres

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Su alma era semejante a un carro alado del cual tiraban dos potros diferentes: uno, color del cielo, crines abrojadas de estrellas y fincos cascos voladores, tendía siempre hacia lo alto, hacia las praderas celestes que lo vieron nacer: el otro, color de tierra, sancochado de boca, empacador, lunanco, barrigón, orejudo, vencido de manos, jeta caída y rodador, tiraba siempre hacia lo bajo, ansioso de empantanarse hasta la verija. Y Adán, ¡pobre carrero!, tenía las riendas de uno y otro caballo y forcejeaba por mantenerlos en la ruta: cuando triunfaba el potro maldito arrastrando en su caída todo el atelaje del alma, junto al carro humillado el animal de cielo parecía dormirse, pero cuando vencía el potro celeste, sus remos braceaban una luz maravillosa y sus narices parecían ventear el olor de los alfalfares divinos: entonces el carro volaba, y también ascendía el caballo de tierra como un peso muesrto. Se remontaba el animal celeste, hasta que sentía enrarecido el aire, flaqueaba de tendones y se dormía borracho de alturas; entonces despertaba el animal terrestre y hallando a su parejero dormido se dejaba caer a fondo, con su hambre voraz de materias impuras; cuando a su vez el animal de tierra se dormía en su hartazgo, el animal de cielo despertaba, dueño del carro ahora. Así, entre uno y otro caballo, entre el cielo y el suelo, tirando aquí una rienda y aflojando allá otra, el alma de Adán subía o se derrumbaba. Y al fin de cada viaje Adán enjuagaba en su frente un agrio sudor de carrero.

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Extracto de "Adán Buenosayres" de Leopoldo Marechal (escritor argentino 1900 - 1970)

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