lunes, 30 de marzo de 2009

(…) Durante años había escrito sobre la arquitectura norteamericana y su enfermedad funcional: la de que era imposible distinguir los nuevos colegios de las nuevas cárceles de los nuevos hospitales de las nuevas fábricas de los nuevos aeropuertos. Distintas instituciones eran reemplazadas por una institución. Sí, y la ironía consistía en que esa cárcel de Occoquan era arquitectónicamente más agradable que muchas universidades de Estado que había visto, o que muchos colegios. Es probable que no existiera en el mundo mayor impotencia que la de saber que uno estaba en lo cierto y que la ola del mundo estaba equivocada, y sin embargo la ola seguía creciendo. Inundaciones de arquitectura totalitaria, supercarreteras totalitarias, humo y neblina totalitarios, alimentos totalitarios (sí, congelados), comunicaciones totalitarias - el terror, para un hombre tan conservador como Mailer, era que el nihilismo pudiese ser la única respuesta para el totalitarismo. La máquina funcionaría moliendo al hombre de la masa y a sus guerras surrealistas, hasta que la máquina se rompiera. Para ello harían falta nihilistas. Pero por otra parte, nada era peor que el nihilismo que no lograba triunfar- porque entonces resultaría acelerado el totalitarismo. (…)

Fragmento de "Los ejércitos de la noche" (Norman Mailer, escritor estadounidense 1923 - 2007)

martes, 24 de marzo de 2009

Remo

Ya de chico Remo no encajaba en los parámetros sociales de “normalidad”. Si bien su indisciplina era constante y su relación con otros nenes de su edad no era la más recomendable, nada preocupó demasiado a sus padres hasta los diez años de edad.
En ese año, un muy estimulante juego en el colegio se basaba en preguntarle a cada alumno sobre un sueño para el futuro: ser jugador de fútbol, astronauta, un genio de computación como su papá, cuántas respuestas ocurrentes. Ninguna tan sorpresiva como la de remo: “Dormir y no despertar jamás”. No es extraño entender la preocupación inmediata de su maestra, luego de la directora y finalmente, llegada la noticia a sus padres, la desesperación total.
A partir de entonces, la vida de Remo giró en torno al mejor tratamiento adecuado para su evidente locura. De cuidado en cuidado, de especialista en especialista, de clínica en clínica. Ya en la adolescencia los cambios empezaron a notarse y con esto, sus padres a tranquilizarse. Sin embargo, el tratamiento jamás cesó y sus efectivos cambios tampoco.
Poco a poco Remo se sintió cada vez más a gusto con el mundo que le tocaba vivir. Con el tiempo empezó a trabajar en la empresa de su padre y para sorpresa de todos, como un empleado ejemplar. También en la Universidad su rendimiento era sobresaliente y aquel turbio pasado fue olvidándose, no sólo por él sino por toda su familia.
Ya de grande, casado y con hijos, se hizo cargo del trabajo de su padre y con esto consiguió la tranquilidad y seguridad para sus queridos que hace tiempo venía anhelando. Ya no habría sobresaltos. Cada día llegaría a su casa, se recostaría en su sillón, vería un poco de televisión y esperaría a dormir para nuevamente ir al trabajo y poder afianzar esta seguridad que tanto lo apartaba de sus tempranas inquietudes.
Un día cualquiera (podría haber sido hoy, ¿qué diferencia habría?) sentado en su sillón, tan cansado como de costumbre, una sonrisa lo sorprendió en su cara. ¿Qué sería esa tan inapropiada mueca que amenazaba esos tan serios rasgos que con el tiempo había logrado desarrollar? Molesto con él mismo, luchó inútilmente para que el gesto se vaya de su cuerpo. Pero la sonrisa parecía desafiarlo hasta estallar en jocosos exabruptos y finalmente en carcajadas. Remo intentó combatir su estado de ánimo con todas las fuerzas que le quedaban a esa altura de la vida, hasta que comprendió que su derrota era obvia e inminente. Por primera vez en tanto tiempo, recordó sus primeros años de vida, tan lejanos y olvidados, y comprendió por qué su alma se reía de él. De una manera muy extraña, su sorprendente sueño de la niñez se había cumplido.

La Condena de Caín

miércoles, 11 de marzo de 2009

El profeta

El profeta subió al estrado confiado en que estaba por pronunciar el más sincero de sus discursos. Allí abajo, la multitud lo aclamaba. Hace años que recibían la palabra del salvador como un grito esperanzador. Posiblemente, era lo único que los mantenía unidos. Los tiempos eran difíciles: la comida escaseaba para la mayoría y las enfermedades se propagaban indescifrablemente. Sin embargo, cuando su ánimo estaba por derramarse y la guerra civil era inevitable, siempre aparecía él. Su lengua sabía envolver dulcemente todo lo que los hacía propios y se los devolvía como un manto de paja en el cual caer en los peores momentos. Usualmente, las grandes proclamas concluían con un tono elevado de voz y unas frases de efectividad tal que resultaba imposible para el más escéptico del pueblo no ponerse de pie y aplaudir rabiosamente. Minutos después, con el acto concluido, la gente se retiraba a sus casas olvidando toda esa locura previa, todo ese desconcierto provocado sólo cuando ya no se puede estar más abajo. La desesperación que sólo puede conocer quien la sintió más hondamente, se escondía suavemente bajo la esperanza irreprochable que la voz del profeta estimulaba.
Pero esta vez él y sólo él sabía que este discurso no sería como los anteriores. Esta vez su mensaje sería claro y sin miramientos. Sólo temía no tener el valor para obrar apropiadamente, pero tentar a su cobardía era la única esperanza.
Como dichas por el mismo en algún otro tiempo, las palabras salieron solas de su boca, con la armonía y lucidez que la ocasión ameritaba. Él mismo llegó a sorprenderse por lo poético de sus dichos. Los conceptos no eran diferentes a los de otras oportunidades, pero por alguna razón, esta vez lograba expresarlos con una sensibilidad inhabitual.
Destruir todo lo conocido que nos adormece, buscar la verdadera libertad, quebrar con todo aquello que nos ata, el pensamiento crítico como bandera única de la revolución. El pueblo estallaba con cada proclama que se clavaba hondamente en sus corazones. Sin más, la frase final despertó un estallido que casi no dejó oír sus últimas palabras.
Ante el griterío y clamor popular, el profeta se acercó un poco más a su gente, como solía hacer después de cada uno de sus discursos para saludar. Cientos de manos se alzaban en lo alto para alcanzarlo a pesar de estar a metros de distancia. Fue entonces cuando retrocedió unos pasos, sacó un arma, y con un hondo disparo silenció a la multitud terminando con su propia vida.

La Condena de Caín