miércoles, 23 de diciembre de 2009

No sorprende tanto el fascismo como la estupidez

No sorprende tanto el fascismo como la estupidez. O tal vez nosotros, los jóvenes, debamos corregir el modo en el que demostramos nuestra propia estupidez. O encontrar un nuevo medio para estupidizarnos; un medio más autóctono, menos foráneo, menos relacionado con las drogas, el alcohol, algo bien, algo pro.
Si bien el ataque a la cultura rock parece menor comparado con la defensa de la represión y el accionar militar durante la última dictadura, no hay que olvidar que forman parte de una misma ideología. La cultura rock representó y representa para muchos un pilar de la lucha cultural contra lo establecido. Por lo tanto, no sorprende en lo más mínimo un ataque reaccionario a la misma; el ataque del gremio taxista radio diez, el ataque una clase media asustadiza, el ataque “cuando estaban los militares esto no pasaba”. Pero sí sorprende el ataque de un “intelectual”, de un “escritor”.
Pensar que la música rock en sí misma posee un poder mágico e hipnótico el cual nos vuelve contestatarios, revolucionarios, “trotskoleninistas”, “social-guevaristas”, demuestra una ignorancia tal que parece provenir de uno de estos programas farandulescos que en los últimos tiempos dicen representar el clarmor popular (como si ellos viesen en lo popular algo más que un número más en su abultado rating).
La cultura rock es el medio que millones de argentinos elegimos para canalizar nuestro disconformismo con, entre otras cosas, el sistema establecido, la injusticia siocial y gente como la que hacemos referencia en este escrito.
Quizás el error sea nuestro, quizás ya no deba sorprendernos nada, para así estar siempre alertas.
Los dinosaurios van a desaparecer, pero no sus hijos y nietos ideológicos y nosotros, hijos y nietos ideológicos de una cultura rock que se ve amenazada constantemente por la vorágine capitalista que se alimenta devorándolo todo, debemos protegerla más que nunca, para así no perder uno de los pocos canales que todavía nos permite gritar y ser escuchados.

La Condena de Caín

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Remo - Baco Capítulo V Final

Desbocado por la lujuria que le generaba el saberse dominador, Baco sostenía el brillante metal que apuntaba a la garganta de Remo. Indefenso, rendido ante lo inevitable, éste disfrutaba la cercanía del final. Un final que lo librase de las presiones que lo obligaban a luchar y lo empujara a la gloria de entregarse mansamente a su rival. Esta pasividad absoluta, este disfrute de la víctima por su propia dominación enfurecía a Baco aún más. Su ego se llenaba de rivales fuertes con ganas de vivir y de luchar por sus pensamientos. Esta sumisión inesperada le robaba su sed instintiva y lo reducía a la lógica de la razón.
Abrazado a la locura, intentó en vano una y otra vez que el resto de hombre que quedaba en el suelo se resistiera a su tortura. Cansado y a punto de perder su rabia inicial, levantó la espada y la clavó hondamente en el corazón de Remo.
Súbitamente, Baco sintió un fuerte dolor en el pecho que no le dejaba respirar.
El mismo ardor que crecía en Remo irrumpía también en su cuerpo como en una misma persona.Miró en los ojos negros de su oponente y se vio a sí mismo en una sufrida mirada que reconocía detrás de toda la lujuria que lo maquillaba habitualmente. Una mueca de angustia alcanzó su rostro al reconocer que no podía matar a una parte de sí mismo sin matar a la otra. Sus ojos, sumisos como nunca antes, se cerraron en compañía de su eterno enemigo.

La Condena de Caín

domingo, 11 de octubre de 2009

Baco - Capítulo 4

En un sistema perverso, para que unos hablen, otros tienen que callar; para que unos coman, otros tienen que sufrir de hambre; para que unos vivan, otros tienen que morir.
Baco siempre se consideró parte de los unos, merecedor de tal condición. Es más, un gran desprecio por los otros lo acompañó toda su vida.
Sin embargo, nunca dio real cuenta de esta ecuación que rige el mundo moderno. Su vacuo análisis y su eterna ambición lo llevaron a la idea de sistematizar un plan que lo alejara de los callados, de los hambrientos, de los muertos, que empobrecían su existencia.
No soñaba con un nuevo orden mundial que cumpla sus expectativas. Soñaba con la revolución dentro de su propio mundo: su entorno más cercano, familiares, amigos… todos quienes lo afectaban en forma directa en su deseo de ser uno por sobre todos los otros.
Así fue como dedicó su vida a alejar de sí a toda personalidad débil que lo rodeaba, todos aquellos a quienes dominaba a conciencia, todos quienes necesitaban de él para subsistir, ya sea por razones afectivas o económicas, todos fueron siendo eliminados poco a poco.
Baco era un hombre de una determinación admirable, nunca dudó de sus propósitos, ni de sus medios. Y así fue como en poco tiempo vio realizada su obra. Ya no había gente a su alrededor que le obedeciese sumisamente, ya nadie cerca suyo dependía de él para seguir el curso normal de su existencia, su objetivo se había logrado a la perfección y se sintió más uno que nunca.
Fue en el mes de Octubre cuando recostado en el sillón de su despacho, pensando en su plan inicial, se dijo a sí mismo que ya no había más que hacer. Sólo se encontraba rodeado de gente superior, de gente con la autoridad para dirigírsele sin titubeos ni vacilaciones. Su vida era perfecta. Fue entonces que su jefe abrió la puerta y le ordenó una simple tarea a la que Baco accedió gratamente. Se dispuso a hacerla pero algo dentro suyo no lo dejó, su vida tan perfecta le gritaba desde el alma su descontento. Hace tiempo que no hablaba, que no comía, que no vivía. Lentamente se había convertido en uno de los otros. La desesperación de la razón lo invadió en plenitud rogándole que termine su plan que ya creía concluso.
Baco era un hombre de una determinación admirable. Se acercó a la ventana abierta que daba a la calle desde el séptimo piso y miró hacia los tantos unos y otros que iban por la vereda. Todos los callados, los hambrientos, los muertos, debían ser eliminados. Dejó que el peso de su cuerpo ceda a la gravedad, y así fue.

La Condena de Caín

lunes, 21 de septiembre de 2009

Remo - Capítulo 3

Conozco a Remo desde que éramos pibes. Allá, en la escuela esa privada que nos mandaron los viejos, lo conocí. Buen tipo, buena gente, Remo. Muy responsable, muy educado. Por ese entonces todavía teníamos tiempo para mandarnos alguna, igual. Después de clase, cada tanto, en vez de irnos derecho para casa, nos mandábamos para las vías y le pintábamos la cabina al vigilante de la esquina. ¡Las veces que nos habrá corrido el viejo! Nunca nos alcanzó, por suerte. Ni me imagino lo que me habrían hecho mis viejos si se enteraban. Y los de Remo, mejor ni pensarlo. Pobre flaco, con los viejos que tenía.
Pero el tiempo pasa, ¿viste? Y ya para quinto año, pasar las materias estaba jodido. Remo era un buen alumno, siempre le importó sacar buenas notas, ya no quería meterse en kilombos. Así, poco a poco fuimos cancelando las tardes de bandalismo hasta que quedaron en el olvido. ¿Qué le vamos a hacer? No se es joven por siempre.
Cuando terminamos el colegio, Remo fue a la universidad. Yo no, una cuenta pendiente que tengo. Igual, no perdimos contacto, eh. Las charlas no eran las mismas, yo empecé a tener otros amigos, pero no nos olvidábamos del otro.
Después Remo se casó con una piba que conoció ahí en la Facultad. Linda mina, ningún boludo Remo. Siempre tuvo su pinta. Al rato, dos pibes ya tenían; así que tuvieron que ponerse a laburar mucho los dos para seguir con el nivel de vida que tenían.
Igual cada tanto nos veíamos. Ya no como antes, cada uno tenía su familia, sus cosas, pero siempre lo vi bien. Bien empilchado, buen laburo, todo un señor. Un montón trabajaba este Remo. Se que no tenía muchos otros amigos, pero el tiempo no le daba; era un tipo exitoso en lo que hacía: algo de manejo de personal en una empresa de esas con edificios enormes, de oficinas más caras que mi casa. Un tipo de mundo, este Remo.
Un día nos juntamos a tomar un café y se me dio por endulzarlo un poco. Se lo merecía. Si lo que tiene, bien ganado que lo tiene. Le reconocí que algo de envidia le tenía. Él con esa ropa de marca, esa vida de gente bien, la familia que tan bien la tenía cuidada, tantos proyectos importantes… Y yo… yo todavía en la mía, con mi jermu, mis pibes. Bien, ¿viste? Pero no me sobraba nada. Con el futuro en el aire, digamos. Nada que ver con Remo; si hasta tenía alquilada una parcela ahí en chacarita...
Me miraba raro esa tarde Remo. Cuánto más le hablaba de su vida, más serio se me ponía. Entonces le cambié de tema. Lo golpeo en el hombro y en un ataque de nostalgia le digo “Remo, ¿te acordás cuando íbamos a pintarle la casilla al vigilante del barrio? ¿Hace cuánto que no hacés alguna locura como esa? ¿Te acordás?”.
Ni me respondió. Ni me miró. Se paró y se fue. Si hasta se dejó el saco en la silla… Lo iba a frenar, pero estaba raro ese día así que no me quise meter.
La verdad, a Remo no lo vi nunca más. No volví a escuchar de él, ni me contestó el teléfono, nada. Pero bue… no se es joven por siempre. Buen tipo, buena gente, Remo. Muy responsable, muy educado…

La Condena de Caín

domingo, 6 de septiembre de 2009

Las manos sucias

Olga: Haré lo que el Partido me mande. Te juro que haré lo que me mande.

(…)

Hugo: No.
(Imitando a Olga).
“Haré lo que el Partido me mande.” Tendrás sorpresas. Con la mejor voluntad del mundo, lo que uno hace nunca es lo que el Partido te manda. “Irás a casa de Hoederer y le meterás tres balas en la barriga.” Es una orden sencilla, ¿verdad? Fui a casa de Hoederer y le metí tres balas en la barriga. Pero era otra cosa. ¿La orden? Ya no había orden. Las órdenes te dejan completamente solo a partir de cierto momento. La orden se había quedado atrás y yo avanzaba solo y maté completamente solo y… y ni siquiera sé ya por qué. Quisiera que el Partido te ordenase que dispararas contra mí. Para ver. Nada más que para ver.

Fragmento de "Las manos sucias" de Jean-Paul Sartre (filósofo francés 1905 - 1980)

lunes, 31 de agosto de 2009

Si esto es un hombre

(...) Todos deben saber, o recordar, que tanto a Hitler como a Mussolini, cuando hablaban en público, se les creía, se los aplaudía, se los admiraba, se los adoraba como dioses. Eran “jefes carismáticos”, poseían un secreto poder de seducción que no nacía de la credibilidad o de la verdad de lo que decían, sino del modo sugestivo con que lo decían, de su elocuencia, de su arte histriónico, quizás instintivo, quizás pacientemente ejercitado y aprendido. Las ideas que proclamaban no eran siempre las mismas y en general eran aberraciones, o tonterías, o crueldades; y, sin embargo, se entonaban hosannas en su honor y millones de fieles los seguían hasta la muerte. Hay que recordar que estos fieles, y entre ellos también los diligentes ejecutores de órdenes inhumanas, no eran esbirros natos, no eran (salvo pocas excepciones) monstruos: eran gente cualquiera. Los monstruos existen pero son demasiado pocos para ser realmente peligrosos; más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y obedecer sin discutir, como Eichmann, como Hoess, comandante de Auschwitz, como Stangl, comandante de Treblinka, como los militares franceses de veinte años más tarde, asesinos en Argelia, como los militares norteamericanos de treinta años más tarde, asesinos en Vietnam.
Hay que desconfiar, pues, de quien trata de convencernos con argumentos distintos de la razón, es decir de los jefes carismáticos: hemos de ser cautos en delegar en otros nuestro juicio y nuestra voluntad. Puesto que es difícil distinguir los profetas verdaderos de los falsos, es mejor sospechar de todo profeta; es mejor renunciar a la verdad revelada, por mucho que exalten su simplicidad y esplendor, aunque las hallemos cómodas porque se adquieren gratis. Es mejor conformarse con otras verdades más modestas y menos entusiastas, las que se conquistan con mucho trabajo, poco a poco y sin atajos por el estudio, la discusión y el razonamiento, verdades que pueden ser demostradas y verificadas. (...)

Fragmento de "Si esto es un hombre" (Primo Levi, escritor italiano sobreviviente de Auschwitz 1919 - 1987)

lunes, 24 de agosto de 2009

Caso Cromagnon

Los problemas estructurales tienen la mala costumbre de estallar como crisis agudas, donde lo urgente supera lo importante. En el caso Cromagnon urgió la necesidad de que el sistema judicial encuentre contados culpables a quienes condenar con varios años de cárcel para acallar el sistemático reclamo de un sector de la sociedad, en su mayoría indignada por un acto siniestro del cual conoce poco y nada (siempre y cuando se mantenga en la portada de los más grandes medios de comunicación).
La principal característica que debían tener estos culpables era la de carecer de una base social fuerte que los defienda. Así fue como se eligió sobre quiénes recaer una fuerte condena, librando de culpa a su vez, a quienes contaban con determinado apoyo, sea éste político o social (en algunos casos siendo excluidos de la causa desde el comienzo de la misma).
Con este análisis no se critican las sentencias en sí, sino las verdaderas razones por las que fueron impuestas.
El fallo en particular puede ser discutido desde los valores morales socialmente instaurados o desde resquicios legales en el que sólo abogados y jueces pueden ahondar con comodidad. Sin embargo, parecería ser que el resultado final, en este caso, no está dado por ninguno de estos dos criterios sino por la búsqueda de demonizar a ciertos acusados en particular para que carguen con la culpa del caso y así saciar la reaccionaria necesidad de los medios de tener una personificación de la responsabilidad total del hecho y no tener que dar serias explicaciones a ningún sector social que se vea afectado.
Mientras tanto, las soluciones estructurales de base para el ámbito de la seguridad y la cultura, la necesidad de generar espacios seguros para la expresión artística, la discusión profunda coyuntural sobre las características de los espectáculos masivos, fueron siendo olvidadas.
Ciento noventa y cuatro muertes y el trastorno de tantas otras vidas, son manipuladas día a día junto con la opinión pública, persiguiendo intereses sensacionalistas de acuerdo a cada momento, enarbolando la bandera con la que sofocan todo posible análisis: lo urgente siempre supera lo importante.

La Condena de Caín

domingo, 31 de mayo de 2009

“(…) Los pueblos son representados hasta cierto punto por los Estados que constituyen, y estos Estados, a su vez, por los Gobiernos que los rigen. El ciudadano individual comprueba con espanto en esta guerra algo que ya vislumbró en la paz; comprueba que el Estado ha prohibido al individuo la injusticia no porque quisiera abolirla, sino porque pretendía monopolizarla, como el tabaco y la sal. El estado combatiente se permite todas las injusticias y todas las violencias que deshonrarían al individuo. (…)”

Sigmund Freud.


Yo lo conocía desde chico, era mi amigo, mi hermano. Desde que abandonó el país, solíamos hablar casi todos los días. En el fondo, siempre le guardé cierto rencor por irse… más en este momento. Me fue imposible no verlo como una traición. Él se escudaba una y otra vez “Es necesario, lo hago por mi familia…”. Quizás para mí nunca fue suficiente pero siempre dije entenderlo y lo apoyé en todo lo que pude.
Como todos saben, hace un par de meses que mantener una conversación fluida con el extranjero es casi imposible, inclusive para mí. Desde que estalló la guerra los medios de comunicación escasean y particularmente las llamadas al país enemigo han tenido que ser restringidas necesariamente. Rara vez discutí con él mi decisión. Sabíamos que estábamos en desacuerdo pero preferíamos evitar el tema para poder seguir compartiendo tantas otras cosas que nos unían. Él nunca hubiera comprendido, era un hombre simple, un hombre de paz. Pero yo me ví obligado a declarar esta guerra, y lo hice. Era la única salida. Mi gente me necesitaba y la violencia era la única respuesta a sus plegarias. Dios sabe que intenté todo antes que esto.
Ya se, ya se… Si lo pienso cada noche… lo he discutido con mi mujer en cada cena que todavía puedo compartir con el resto de dignidad que me queda. Se conscientemente que mi pueblo depende de mí pero no es mejor que otros pueblos, especialmente que el pueblo que le ha abierto los brazos a un hermano mío… ¡Basta! No quiero pensar más en eso. Esta guerra era tan necesaria como respirar para los míos, como comer para mi pueblo. Ya está todo dicho. Ahora es hora de que otro termine lo que yo empecé, lo que indefectiblemente terminará.Ayer recibí la noticia de su muerte. Yo le advertí que esa ciudad sería bombardeada, él lo sabía, pero siempre tan lleno de ideales… No me cabe duda que su familia escapó a tiempo, pero creo que yo mismo siempre supe que él no se iría. Ahora es demasiado tarde, eso tenía que hacerse y se hizo. Se necesitó alguien sin moral ni escrúpulos para llevar a cabo lo que era necesario. Ahora mi renuncia es un hecho pero todos saben que mi sucesor no podrá tirar por la borda todo lo que he hecho. Quizás se pregunten, ¿podré seguir viviendo con todas estas cargas? ¿Quién sabe? O peor aún, ¿a quién le interesa?

La Condena de Caín

jueves, 21 de mayo de 2009

Memorias del subsuelo

(...) A ver, prueben, a ver, dennos, por ejemplo, más independencia, déjenle las manos libres a cualquiera de nosotros, amplíennos el círculo de actividad, aflojen la tutela, y nosotros… se lo aseguro: de inmediato volveríamos a pedir la tutela. Sé que ustedes probablemente se enojarán conmigo por esto, me gritarán, comenzarán a patalear: “Hable – dirán – sólo de usted mismo y de sus miserias en el subsuelo, pero no se atreva a decir ‘todos nosotros’”. Permítanme, señores, que no me estoy justificando con ese todos nosotros. En lo que a mi concierne, en mi vida no hice más que llevar al extremo lo que ustedes ni siquiera se han atrevido a llevar hasta la mitad; si hasta han tomado su cobardía por prudencia y se han consolado con eso, engañándose a sí mismos. Así que yo, quizás, esté “más vivo” que ustedes. ¡Miren más atentamente! Ni siquiera sabemos dónde vive ahora lo vivo y qué es, cómo se llama… Déjennos solos, sin libritos, y de inmediato nos embrollaremos, nos extraviaremos, no sabremos qué opinión adoptar, de dónde agarrarnos, qué amar y qué odiar, qué respetar y qué despreciar. Hasta nos agobia ser hombres, hombres auténticos, de carne y hueso; nos avergonzamos de eso, lo consideramos una deshonra y tratamos de convertirnos en unos inauditos hombres universales. Hemos nacido muertos, ya hace tiempo que no nacemos de padres vivos, y eso nos gusta cada vez más. Le estamos tomando el gusto. Pronto inventaremos el modo de nacer de una idea. Pero basta; no quiero escribir más “desde el Subsuelo”…

Extracto de "Memorias del subsuelo" (Fiódor Dostoievsky - escritor ruso 1821 - 1881)

lunes, 11 de mayo de 2009

Baco

Me dirijo a todos ustedes, a quien quiera leer mis palabras. Me dirijo buscando la absolución en la opinión pública, donde mis justificaciones toman el valor que la corte les ha negado en instancia de juicio.
Mi nombre es Baco y hace cinco días fui declarado culpable y condenado a 6 años de prisión efectiva. ¿El cargo? Tortura y asesinato de un gato. Se que hoy esta respuesta suena casi cotidiana teniendo en cuenta las recientes conquistas históricas en los derechos de los animales, pero créanme todos los jóvenes: a los pocos de mi generación que nos mantenemos lúcidos, todavía nos provoca una gracia singular.
Desde un primer momento me declaré culpable, nunca quise ocultar ni disfrazar mis actos. Mi única defensa (contra la insistencia de todos los abogados) fue explicar mi crimen como un desesperado acto en búsqueda de la felicidad. ¿Acaso les parece un argumento débil? Vivimos paso a paso buscando la felicidad, escondiéndonos hipócritamente en el bien común. Simplemente cada uno la encuentra a su manera.
Me llamarán anticuado, pero yo encuentro la felicidad en mi relación con otros, algo antiguo, casi arcaico en estos años; lo que hace, entre otras cosas, que el destino de esta carta misma, sea indefectiblemente la indiferencia.
Toda mi vida la viví rodeado de gente más feliz que yo. Siempre contemplé con envidia sus enormes sonrisas, sus ropas costosas, sus elegantes rostros preocupados o sus enojos de increíble relevancia, dependiendo el caso. Mi jefe, mi mujer, mis hijos, mis amigos, mis clientes… Toda la gente a mi alrededor parecía llena de vida aprovechándose de mi, disfrutando a costa de mi humillación y falta de carácter.
Nunca se me ocurrió obrar de la misma manera. No sólo me sentía incapaz sino que no lograba comprender cómo convertían mis tan profundas tristezas en fuentes de orgullo y felicidad.
Quizás un poco tarde, pero mi reacción finalmente llegó. Sí, tomé uno de los pocos casos a mi alrededor que considero inferior a mi en todo sentido, que puedo dominar, manipular a gusto, y lo usé como nunca antes había hecho. No sólo lo torturé hasta la muerte. Les encantaría haber presenciado semejante espectáculo. Un sadismo y perversión que no conocía en mí mismo, salieron a relucir como ave hambrienta que reconoce su presa. Al terminar mi obra, mi cuerpo, mente, alma, se fundieron en un estado desconocido para mí hasta ese momento.
Y, ¿saben qué? Viendo el mundo que hoy me rodea, el mismo mundo que nos abraza a todos, el que hemos convertido en lo que nos convierte en esto día a día, tengo que reconocerlo: toda la gente que me rodeó durante una vida no estaba tan equivocada.

lunes, 20 de abril de 2009

Los chicos que nacieron viejos

Caminaba hoy por la calle Rivadavia, a la altura de Membrillar, cuando vi en una esquina a un muchacho con cara de "jovie"; la punta de los faldones del gabán tocándole los zapatos; las manos sepultadas en el bolsillo; el "fungi" abollado y la grandota nariz pálida como lloviéndole sobre el mentón. Parecía un viejo, y sin embargo no tendría más de veinte años... Digo veinte años y diría cincuenta, porque esos eran los que representaba con su esgunfiamiento de mascarón chino y sus ojos enturbiados como los de un antiguo lavaplatos. Y me hizo acordar de un montón de cosas, incluso de los chicos que nacieron viejos, que en la escuela ya...

Esos pebetes...esos viejos pebetes que en la escuela llamábamos "ganchudos" -¿por qué nacerán chicos que desde los cinco años demuestran una pavorosa seriedad de ancianos?- y que concurren a clase con los cuadernos perfectamente forrados y el libro sin dobladuras en las páginas.

Podría asegurar, sin exageración, que si queremos saber cuál será el destino de un chico no tendremos nada más que revisar su cuaderno, y eso nos servirá para profetizar su destino.

Problema brutal e inexplicable porque uno no puede saber qué diablos es lo que tendrá ese nene en el "mate"; ese nene que a los quince años va al primer año del colegio nacional enfundado en un sobretodo y que hasta mezquino y tacaño de sonrisa resulta, y después, algunos años mas tarde, lo encontramos y siempre serio nos bate que estudia de escribano o de abogado, y se recibe, y sigue serio, y está de novio y continua sobrio como un Digesto Municipal; y se casa, y el día que se casa, cualquiera diría que asiste al fallecimiento de un señor que dejó de pagarle los honorarios...

No se hicieron la rata. ¡Nunca se hicieron la rata! Ni en el colegio ni en el nacional. Demás esta decir que jamás perdieron una tarde en el café de la esquina jugando al billar. No. Cuando menos o cuando más, o a lo más, las diversiones que se permitieron fue acompañar a las hermanas al cine, no todos los días, sino de vez en cuando.

Pero el problema no es éste de si cuando grandes jugaron o no al billar, sino por qué nacieron serios. Los culpables, ¿quienes son; el padre o la madre? Porque hay purretes que son alegres , joviales y burlones, y otros que ni por broma sonríen; chicos que parecen estar embutidos en la negrura de un traje curialesco, chicos que tienen algo de sótano de una carbonería complicado con la afectuosidad de un verdugo en decadencia. ¿A quienes hay que interrogar? ¿A los padres o las madres?

Fijándose un poco en los susodichos nenes, se observa que carecen de alegría como si los padres, cuando los encargaron a París, hubieran estado pensando en cosas amargas y aburridas. De otra forma no se explica esa vida esgunfiada que los chicos almacenan como un veneno echado a perder.

Y tan echado a perder que pasan entre las cosas de la creación con gesto enfurruñado. Son tipos que únicamente gustan de las mujeres, del mismo modo que los cerdos de las trufas, y en sacándolos de eso no baten ni medio.

Sin embargo las teorías más complicadas fallan cuando se trata de explicar la psicología de estos menores. Hay señoras que dicen, refiriéndose a un hijo desabrido:
-Yo no sé a quien sale tan serio. Al padre no puede ser, por que el padre es un badulaque de marca mayor ¿a mi? A mi tampoco.

Chicos pavorosos y tétricos. Chicos que no leyeron nunca el Corsario Negro, ni Sandokan. Chicos que jamás se enamoraron de la maestra; chicos que tienen una prematura gravedad de escribano mayor; chicos que no dicen malas palabras y que hacen sus deberes con la punta de la lengua entre los dientes; chicos que siempre entraron a la escuela con los zapatos perfectamente lustrados y las uñas limpias y los dientes lavados; chicos que en la fiesta de fin de año son el orgullo de las maestras que los exhiben con sus peinados a la cola y gomina; chicos que declaman con énfasis reglamentado y protocolar el verso A mi bandera; chicos de buenas calificaciones; chicos que del nacional van a la universidad, y de la universidad al Estudio; y del Estudio a los Tribunales, y de los Tribunales a un hogar congelado con esposa honesta, y del hogar con esposa honesta y un hijo bandido que hace versos, a la Chacarita...¿Para qué habrán nacido estos hombres serios?
¿Se puede saber? ¿Para que habrán nacido estos menores graves, estos colegiales adustos?
Misterio. Misterio.

Extracto de "Aguafertes Porteñas" (Roberto Arlt, 1900-1942)

lunes, 30 de marzo de 2009

(…) Durante años había escrito sobre la arquitectura norteamericana y su enfermedad funcional: la de que era imposible distinguir los nuevos colegios de las nuevas cárceles de los nuevos hospitales de las nuevas fábricas de los nuevos aeropuertos. Distintas instituciones eran reemplazadas por una institución. Sí, y la ironía consistía en que esa cárcel de Occoquan era arquitectónicamente más agradable que muchas universidades de Estado que había visto, o que muchos colegios. Es probable que no existiera en el mundo mayor impotencia que la de saber que uno estaba en lo cierto y que la ola del mundo estaba equivocada, y sin embargo la ola seguía creciendo. Inundaciones de arquitectura totalitaria, supercarreteras totalitarias, humo y neblina totalitarios, alimentos totalitarios (sí, congelados), comunicaciones totalitarias - el terror, para un hombre tan conservador como Mailer, era que el nihilismo pudiese ser la única respuesta para el totalitarismo. La máquina funcionaría moliendo al hombre de la masa y a sus guerras surrealistas, hasta que la máquina se rompiera. Para ello harían falta nihilistas. Pero por otra parte, nada era peor que el nihilismo que no lograba triunfar- porque entonces resultaría acelerado el totalitarismo. (…)

Fragmento de "Los ejércitos de la noche" (Norman Mailer, escritor estadounidense 1923 - 2007)

martes, 24 de marzo de 2009

Remo

Ya de chico Remo no encajaba en los parámetros sociales de “normalidad”. Si bien su indisciplina era constante y su relación con otros nenes de su edad no era la más recomendable, nada preocupó demasiado a sus padres hasta los diez años de edad.
En ese año, un muy estimulante juego en el colegio se basaba en preguntarle a cada alumno sobre un sueño para el futuro: ser jugador de fútbol, astronauta, un genio de computación como su papá, cuántas respuestas ocurrentes. Ninguna tan sorpresiva como la de remo: “Dormir y no despertar jamás”. No es extraño entender la preocupación inmediata de su maestra, luego de la directora y finalmente, llegada la noticia a sus padres, la desesperación total.
A partir de entonces, la vida de Remo giró en torno al mejor tratamiento adecuado para su evidente locura. De cuidado en cuidado, de especialista en especialista, de clínica en clínica. Ya en la adolescencia los cambios empezaron a notarse y con esto, sus padres a tranquilizarse. Sin embargo, el tratamiento jamás cesó y sus efectivos cambios tampoco.
Poco a poco Remo se sintió cada vez más a gusto con el mundo que le tocaba vivir. Con el tiempo empezó a trabajar en la empresa de su padre y para sorpresa de todos, como un empleado ejemplar. También en la Universidad su rendimiento era sobresaliente y aquel turbio pasado fue olvidándose, no sólo por él sino por toda su familia.
Ya de grande, casado y con hijos, se hizo cargo del trabajo de su padre y con esto consiguió la tranquilidad y seguridad para sus queridos que hace tiempo venía anhelando. Ya no habría sobresaltos. Cada día llegaría a su casa, se recostaría en su sillón, vería un poco de televisión y esperaría a dormir para nuevamente ir al trabajo y poder afianzar esta seguridad que tanto lo apartaba de sus tempranas inquietudes.
Un día cualquiera (podría haber sido hoy, ¿qué diferencia habría?) sentado en su sillón, tan cansado como de costumbre, una sonrisa lo sorprendió en su cara. ¿Qué sería esa tan inapropiada mueca que amenazaba esos tan serios rasgos que con el tiempo había logrado desarrollar? Molesto con él mismo, luchó inútilmente para que el gesto se vaya de su cuerpo. Pero la sonrisa parecía desafiarlo hasta estallar en jocosos exabruptos y finalmente en carcajadas. Remo intentó combatir su estado de ánimo con todas las fuerzas que le quedaban a esa altura de la vida, hasta que comprendió que su derrota era obvia e inminente. Por primera vez en tanto tiempo, recordó sus primeros años de vida, tan lejanos y olvidados, y comprendió por qué su alma se reía de él. De una manera muy extraña, su sorprendente sueño de la niñez se había cumplido.

La Condena de Caín

miércoles, 11 de marzo de 2009

El profeta

El profeta subió al estrado confiado en que estaba por pronunciar el más sincero de sus discursos. Allí abajo, la multitud lo aclamaba. Hace años que recibían la palabra del salvador como un grito esperanzador. Posiblemente, era lo único que los mantenía unidos. Los tiempos eran difíciles: la comida escaseaba para la mayoría y las enfermedades se propagaban indescifrablemente. Sin embargo, cuando su ánimo estaba por derramarse y la guerra civil era inevitable, siempre aparecía él. Su lengua sabía envolver dulcemente todo lo que los hacía propios y se los devolvía como un manto de paja en el cual caer en los peores momentos. Usualmente, las grandes proclamas concluían con un tono elevado de voz y unas frases de efectividad tal que resultaba imposible para el más escéptico del pueblo no ponerse de pie y aplaudir rabiosamente. Minutos después, con el acto concluido, la gente se retiraba a sus casas olvidando toda esa locura previa, todo ese desconcierto provocado sólo cuando ya no se puede estar más abajo. La desesperación que sólo puede conocer quien la sintió más hondamente, se escondía suavemente bajo la esperanza irreprochable que la voz del profeta estimulaba.
Pero esta vez él y sólo él sabía que este discurso no sería como los anteriores. Esta vez su mensaje sería claro y sin miramientos. Sólo temía no tener el valor para obrar apropiadamente, pero tentar a su cobardía era la única esperanza.
Como dichas por el mismo en algún otro tiempo, las palabras salieron solas de su boca, con la armonía y lucidez que la ocasión ameritaba. Él mismo llegó a sorprenderse por lo poético de sus dichos. Los conceptos no eran diferentes a los de otras oportunidades, pero por alguna razón, esta vez lograba expresarlos con una sensibilidad inhabitual.
Destruir todo lo conocido que nos adormece, buscar la verdadera libertad, quebrar con todo aquello que nos ata, el pensamiento crítico como bandera única de la revolución. El pueblo estallaba con cada proclama que se clavaba hondamente en sus corazones. Sin más, la frase final despertó un estallido que casi no dejó oír sus últimas palabras.
Ante el griterío y clamor popular, el profeta se acercó un poco más a su gente, como solía hacer después de cada uno de sus discursos para saludar. Cientos de manos se alzaban en lo alto para alcanzarlo a pesar de estar a metros de distancia. Fue entonces cuando retrocedió unos pasos, sacó un arma, y con un hondo disparo silenció a la multitud terminando con su propia vida.

La Condena de Caín

jueves, 26 de febrero de 2009

Creo que en general deberíamos leer sólo libros que nos muerdan y nos pinchen. Si un libro no nos despierta de un golpe en la cabeza, ¿para qué leerlo? ¿Para ser felices, como escribes tú? Mi Dios, seríamos completamente felices si no tuviéramos libros, y los libros que nos hicieran felices podríamos en rigor escribirlos nosotros mismos. Necesitamos, en cambio, libros que obren sobre nosotros como una desgracia que nos doliera mucho, como la muerte de alguien que amásemos más que a nosotros mismos, como si fuéramos condenados a vivir en los bosques lejos de todos los hombres, como un suicidio: un libro debe ser el hacha para el mar helado dentro de nostros.

Franz Kafka (escritor checoslovaco 1883 - 1924)
Carta a Oskar Pollak (27/01/1904)

miércoles, 18 de febrero de 2009

Deutsches Requiem

Aunque él me quitare la vida, en él confiaré.
Job 13:15

Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde. Uno de mis antepasados, Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería que decidió la victoria de Zorndorf. Mi bisabuelo materno, Ulrich Forkel, fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores franceses, en los últimos días de 1870; el capitán Dietrich zur Linde, mi padre, se distinguió en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio[1]. En cuanto a mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte; es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, y a que de algún modo soy ellos.
Durante el juicio (que afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entorpecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han cambiado; en esta noche que precede a mi ejecución, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.
Nací en Marienburg, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor y aun con felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer. También frecuenté la poesía; a esos nombres quiero juntar otro vasto nombre germánico, William Shakespeare. Antes, la teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y Brahms, con la infinita variedad de su mundo. Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable.
Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y Spengler. Observa un escritor del siglo XVIII que nadie quiere deber nada a sus contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que presentí opresora, escribí un artículo titulado Abrechnung mit Spengler, en el que hacía notar que el monumento más inequívoco de los rasgos que el autor llama fáusticos no es el misceláneo drama de Goethe[2] sino un poema redactado hace veinte siglos, el De rerum natura. Rendí justicia, empero, a la sinceridad del filósofo de la historia, a su espíritu radicalmente alemán (kerndeutsch), militar. En 1929 entré en el Partido.
Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron más duros para mí que para muchos otros ya que a pesar de no carecer de valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos.
Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de auga o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la guerra inexorable que probaría nuestra fe. Me bastaba saber que yo sería un soldado de sus batallas. Alguna vez temí que nos defraudaran la cobardía de Inglaterra y de Rusia. El azar, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir: el primero de marzo de 1939, al oscurecer, hubo disturbios en Tilsit que los diarios no registraron; en la calle detrás de la sinagoga, dos balas me atravesaron la pierna, que fue necesario amputar[3]. Días después, entraban en Bohemia nuestros ejércitos; cuando las sirenas lo proclamaron, yo estaba en el sedentario hospital, tratando de perderme y de olvidarme en los libros de Schopenhauer. Símolo de mi vano destino, dormía en el reborde de la ventana un gato enorme y fofo.
En el primer volumen de Parerga und paralipomena releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé) me hizo buscar ese atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la guerra, yo lo sabía; algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades, más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. El siete de febrero de 1941 fui nombrado subdirector del campo de concentración de Tarnowitz.
El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia. El cobarde se prueba entre las espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen de las cárceles y del dolor ajeno. El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa mutación es común, entre el clamor de las capitanes y el vocerío; no así en un torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No en vano escribo esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último pecado de Zarathustra. Casi lo cometí (lo confieso) cuando nos remitieron de Breslau al insigne poeta David Jerusalem.
Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la felicidad. Creo recordar que Albert Soergel, en la obra Dichtung der Zeit, lo equipara con Whitman. La comparación no es feliz; Whitman celebra el universo de un modo previo, general, casi indiferente; Jerusalem se alegra de cada cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos. Aún puedo repetir muchos hexámetros de aquel hondo poema que se titula Tse Yang, pintor de tigres, que está como rayado de tigres, que está como cargado y atravesado de tigres transversales y silenciosos. Tampoco olvidaré el soliloquio Rosencrantz habla con el Ángel, en el que un prestamista londinense del siglo XVI vanamente trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin sospechar que la secreta justificación de su vida es haber inspirado a uno de sus clientes (que lo ha visto una sola vez y a quien no recuerda) el carácter de Shylock. Hombre de memorables ojos, de piel cetrina, de barba casi negra, David Jerusalem era el prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los depravados y aborrecidos Ashkenazim. Fui severo con él; no permití que me ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de Hungría? Determiné aplicar ese principio al régimen disciplinario de nuestra casa y [4]... A fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de marzo de 1943, logró darse muerte[5].
Ignoro si Jesusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable.
Mientras tanto, giraban sobre nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en aquellos años, era distinto, hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.) No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota.
En octubre o noviembre de 1942, mi hermano Friedrich pereció en la segunda batalla de El Alamein, en los arenales egipcios; un bombardeo aéreo, meses después, destrozó nuestra casa natal, otro, a fines de 1943, mi laboratorio. Acosado por vastos continentes, moría el Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él. Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado, el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo. Pensé: Me satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo. Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.
Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Armiño, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.
Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.

Excracto de "El Aleph" 1949 - Jorge Luis Borges

miércoles, 28 de enero de 2009

Yo creía que el alma me había sido dada para gozar de las bellezas del mundo, la luz de la luna sobre la anaranjada cresta de una nube, y la gota de rocío temblando encima de una rosa. Más cuando fui pequeño creí siempre que la vida reservaba para mí un acontecimiento sublime y hermoso. Pero a medida que examinaba la vida de los otros hombres, descubrí que vivían aburridos, como si habitaran en un país siempre lluvioso, donde los rayos de la lluvia, les dejaran en el fondo de las pupilas, tabiques de agua que les deformaban la visión de las cosas. Y comprendí que las almas se movían en la tierra, como los peces prisioneros en un acuario. Al otro lado de los verdinosos muros de vidrio estaba la hermosa vida cantante y altísima, donde todo sería distinto, fuerte, y múltiple, y donde los seres nuevos de una creación más perfecta, con sus bellos cuerpos saltarían en una atmósfera elástica. -Entonces le decía:- Es inútil, tengo que escaparme de la tierra.

"Los siete locos" - Roberto Arlt (escritor argentino 1900 - 1942)