martes, 19 de octubre de 2010

El lobo estepario

Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.

Extracto de "El lobo estepario" - Hermann Hesse - Escritor alemán (1877 - 1962)

martes, 12 de octubre de 2010

El deseo

Ya no puedo ni contar las veces que me sentí atacado por delirios introspectivos en los que fingí encontrarme, acercarme a nuevas verdades absolutas que me unían más al mundo y a los otros. Así lograba llevar el día a día, como lo hacemos todos, por la inercia de vivir.
Sin embargo esta noche algo cambió en mí drásticamente. Probablemente no haya sido un hecho concreto, sino la explosión de un proceso acumulado por la racionalización de tantas angustias. Pero toda proeza tiene un héroe, un momento cúlmine en el que todo lo anterior se redimensiona. En este caso, acaba de pasar. Por primera vez en mi vida atendí sinceramente a un profundo deseo interior. No lo cuestioné, no especulé con sus posibles consecuencias, no lo abrumé con falsa ética y moral, simplemente lo cumplí. Me escuché con atención, respeté mi voluntad y me entregué intensamente a la satisfacción de tal deseo embriagándome en él. Ahora sé que el cambio es irreversible, como un camino cuyas puertas se cierran para siempre una vez que son traspasadas. Es sólo cuestión de que el tiempo actúe en mí y me conduzca a lugares nuevos e irreconocibles para mi antiguo yo. Hoy, ya soy otro.

La Condena de Caín