miércoles, 11 de marzo de 2009

El profeta

El profeta subió al estrado confiado en que estaba por pronunciar el más sincero de sus discursos. Allí abajo, la multitud lo aclamaba. Hace años que recibían la palabra del salvador como un grito esperanzador. Posiblemente, era lo único que los mantenía unidos. Los tiempos eran difíciles: la comida escaseaba para la mayoría y las enfermedades se propagaban indescifrablemente. Sin embargo, cuando su ánimo estaba por derramarse y la guerra civil era inevitable, siempre aparecía él. Su lengua sabía envolver dulcemente todo lo que los hacía propios y se los devolvía como un manto de paja en el cual caer en los peores momentos. Usualmente, las grandes proclamas concluían con un tono elevado de voz y unas frases de efectividad tal que resultaba imposible para el más escéptico del pueblo no ponerse de pie y aplaudir rabiosamente. Minutos después, con el acto concluido, la gente se retiraba a sus casas olvidando toda esa locura previa, todo ese desconcierto provocado sólo cuando ya no se puede estar más abajo. La desesperación que sólo puede conocer quien la sintió más hondamente, se escondía suavemente bajo la esperanza irreprochable que la voz del profeta estimulaba.
Pero esta vez él y sólo él sabía que este discurso no sería como los anteriores. Esta vez su mensaje sería claro y sin miramientos. Sólo temía no tener el valor para obrar apropiadamente, pero tentar a su cobardía era la única esperanza.
Como dichas por el mismo en algún otro tiempo, las palabras salieron solas de su boca, con la armonía y lucidez que la ocasión ameritaba. Él mismo llegó a sorprenderse por lo poético de sus dichos. Los conceptos no eran diferentes a los de otras oportunidades, pero por alguna razón, esta vez lograba expresarlos con una sensibilidad inhabitual.
Destruir todo lo conocido que nos adormece, buscar la verdadera libertad, quebrar con todo aquello que nos ata, el pensamiento crítico como bandera única de la revolución. El pueblo estallaba con cada proclama que se clavaba hondamente en sus corazones. Sin más, la frase final despertó un estallido que casi no dejó oír sus últimas palabras.
Ante el griterío y clamor popular, el profeta se acercó un poco más a su gente, como solía hacer después de cada uno de sus discursos para saludar. Cientos de manos se alzaban en lo alto para alcanzarlo a pesar de estar a metros de distancia. Fue entonces cuando retrocedió unos pasos, sacó un arma, y con un hondo disparo silenció a la multitud terminando con su propia vida.

La Condena de Caín

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